Y después de tocar fondo, ¿qué?
El tocar fondo —en algunos casos, estrellarnos— nos pone un freno, un límite que no nos deja avanzar a menos que cambiemos algunas conductas, o mejor dicho, algunas creencias que dan lugar a que actuemos de la manera que lo hacemos, y que nos están destruyendo la vida.
Pero cambiar no es tarea fácil, si no todos lo lograrían. El cambio es un proceso que lleva tiempo, en el que atravesamos diferentes etapas, como la negación de la realidad, el enojo y la frustración, el autoengaño, la búsqueda de una salida más cómoda o menos dolorosa y el intento de negociar para no tener que cambiar. Finalmente, cuando nada de eso da resultado, agachamos la cabeza y decidimos aprender algo a través del cambio.
Si estamos atravesando una época de desórdenes emocionales, como estrés, depresión, angustia, ansiedad, entonces seguramente hay algún cambio que efectuar.
En realidad, el proceso de cambio se completa reaprendiendo. Se desaprende para volver a aprender. ¿Y qué tenemos que reaprender? Por empezar, las concepciones teológicas mal aprendidas (o mal enseñadas en algunos casos). Una teología incorrecta de Dios, del uso del tiempo, de la felicidad, del sufrimiento humano, del evangelio mismo, pueden tener repercusiones en nuestro sistema de sostén psíquico.
Cambiar las actitudes, reemplazar la habitual forma de ser, los patrones establecidos en la mente, las tendencias o hábitos arraigados, es como querer doblar el hierro con nuestras manos. Dura tarea, pero con perseverancia se logra.
Aprender a no preocuparse o no enojarse ante ciertas circunstancias es una elección consciente de cada día que definitivamente requiere un gran esfuerzo e intencionalidad de nuestra parte. Si somos propensos a ponernos nerviosos ante algunas situaciones dadas, por ejemplo, con el tráfico de la ciudad, cuando estamos llegando tarde a alguna parte, el revertir ese tipo de conductas es todo un logro personal.
Disciplinar la mente e imaginar la posterior escena de dar las explicaciones del caso y los pedidos de disculpas ante quien corresponda, no es suficiente. Nuestro pulso se acelera, se hace un nudo en el estómago, nos reprochamos una y otra vez no haberlo previsto y salido con más antelación, etcétera. La misma historia una y otra vez (al menos para los que vivimos en grandes ciudades).
Entonces, ¿por qué no cambiar nosotros, ya que es raro que el escenario externo lo haga? Buena pregunta, pero ¿cómo hacemos para desaprender estas reacciones que fluyen de nosotros de manera involuntaria?
Creo que debemos elegirlo conscientemente. Disciplinar la conducta, programarnos neurolingüísticamente, y otras habilidades que debemos adquirir cuanto antes, son como doblar el hierro con nuestras manos. Y cuanto más grandes de edad seamos, más desafiante será el intento.
Lo cierto es que muchos de nosotros cambiamos los hábitos nocivos solamente cuando tocamos fondo, ante una enfermedad cardiovascular o una tragedia familiar. Pero podemos –debemos– empezar cuanto antes, por nuestro propio bien y el de aquellos a quienes servimos.
Pero cambiar no es tarea fácil, si no todos lo lograrían. El cambio es un proceso que lleva tiempo, en el que atravesamos diferentes etapas, como la negación de la realidad, el enojo y la frustración, el autoengaño, la búsqueda de una salida más cómoda o menos dolorosa y el intento de negociar para no tener que cambiar. Finalmente, cuando nada de eso da resultado, agachamos la cabeza y decidimos aprender algo a través del cambio.
Si estamos atravesando una época de desórdenes emocionales, como estrés, depresión, angustia, ansiedad, entonces seguramente hay algún cambio que efectuar.
En realidad, el proceso de cambio se completa reaprendiendo. Se desaprende para volver a aprender. ¿Y qué tenemos que reaprender? Por empezar, las concepciones teológicas mal aprendidas (o mal enseñadas en algunos casos). Una teología incorrecta de Dios, del uso del tiempo, de la felicidad, del sufrimiento humano, del evangelio mismo, pueden tener repercusiones en nuestro sistema de sostén psíquico.
Cambiar las actitudes, reemplazar la habitual forma de ser, los patrones establecidos en la mente, las tendencias o hábitos arraigados, es como querer doblar el hierro con nuestras manos. Dura tarea, pero con perseverancia se logra.
Aprender a no preocuparse o no enojarse ante ciertas circunstancias es una elección consciente de cada día que definitivamente requiere un gran esfuerzo e intencionalidad de nuestra parte. Si somos propensos a ponernos nerviosos ante algunas situaciones dadas, por ejemplo, con el tráfico de la ciudad, cuando estamos llegando tarde a alguna parte, el revertir ese tipo de conductas es todo un logro personal.
Disciplinar la mente e imaginar la posterior escena de dar las explicaciones del caso y los pedidos de disculpas ante quien corresponda, no es suficiente. Nuestro pulso se acelera, se hace un nudo en el estómago, nos reprochamos una y otra vez no haberlo previsto y salido con más antelación, etcétera. La misma historia una y otra vez (al menos para los que vivimos en grandes ciudades).
Entonces, ¿por qué no cambiar nosotros, ya que es raro que el escenario externo lo haga? Buena pregunta, pero ¿cómo hacemos para desaprender estas reacciones que fluyen de nosotros de manera involuntaria?
Creo que debemos elegirlo conscientemente. Disciplinar la conducta, programarnos neurolingüísticamente, y otras habilidades que debemos adquirir cuanto antes, son como doblar el hierro con nuestras manos. Y cuanto más grandes de edad seamos, más desafiante será el intento.
Lo cierto es que muchos de nosotros cambiamos los hábitos nocivos solamente cuando tocamos fondo, ante una enfermedad cardiovascular o una tragedia familiar. Pero podemos –debemos– empezar cuanto antes, por nuestro propio bien y el de aquellos a quienes servimos.
- Marijo Hooft, En el Ojo de la Tormenta
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