Amenazados por nuestras propias expectativas
Por una parte, están las presiones externas para ser algo que no somos, y luego también están las expectativas que nosotros mismos alimentamos. O una mezcla sutil de ambas.
Después de charlar un rato largo con Elvira, la psicóloga que me ayudó en la primera parte de mi conflicto emocional, y de contarle vaya a saber qué cosa que ahora no recuerdo, ella me hizo una serie de preguntas que le permitieron llegar a una conclusión:
—Se nota que tenés unos estándares muy altos y un nivel de exigencia que te supera. Estás sobrepasada.
En efecto, los estándares que yo traía eran muy altos, y como plantadora de una nueva iglesia, me encontraba en la etapa de definir mi identidad de liderazgo. Estábamos decidiendo quiénes y cómo queríamos ser. Junto con mi esposo llevábamos más de veinte años sirviendo a Dios en diferentes áreas y funciones. Teníamos una variada experiencia a nivel nacional y también fuera del país, pero cuando comenzamos la nueva iglesia descubrimos que liderar una congregación era una tarea completamente diferente a cualquier otra cosa que hubiéramos hecho antes.
Viniendo de una trayectoria con bastantes logros, sentíamos que estábamos arriesgando mucho al comenzar a los cuarenta años una obra pastoral. ¿Y si fracasábamos? ¿Y si no éramos buenos pastoreando? ¿Y si no teníamos un liderazgo tan efectivo como el de nuestros padres espirituales? ¿Y si nos dábamos cuenta de que no habíamos sido creados para eso y teníamos que dar marcha atrás? ¿Y si no podíamos sostenernos económicamente? ¿Y si nos estábamos equivocando al plantear un estilo de liderazgo tan diferente del que proveníamos?
Yo, que siempre había pensado de mí misma como una persona segura, con una autoestima equilibrada y con determinación, me encontré presa de miles de temores que rondaban por mi cabeza todo el tiempo, desde que me levantaba hasta que me acostaba. Todo el tiempo comparaba lo que hacía con lo que yo había visto hacer, y la figura que trazaba se salía de las líneas de la imagen modelo. Teníamos varios modelos con los que compararnos, porque en todos los años de servicio a Dios habíamos estado muy cerca de varios pastores “muy exitosos e importantes”, además de nuestros propios padres espirituales. Y sentíamos que estábamos haciendo las cosas de manera diferente, porque nosotros mismos éramos diferentes, y porque el grupo de personas a las que queríamos alcanzar era distinto a todo lo que conocíamos. No mejores ni peores, solo diferentes. Y esto me producía mucho temor.
Después estaban los cuestionamientos sobre mí misma. Sobre mi estilo de liderazgo, mi trato con los miembros de la iglesia, si era demasiado informal y natural, si era muy cercano y poco autoritario. Tal vez esto suene como una estupidez pero, en esos primeros años de definir la identidad, estas cuestiones realmente me atormentaban. Las comparaciones me inquietaban. Usaba el sentido común y la racionalidad hasta donde podía, pero mi mente caminaba más rápido que yo misma.
Allá por esos días, si hubiera habido algún cablecito en mi cabeza que pudiera desconectar, como quien desenchufa una radio, yo quería saber cuál era para arrancarlo de cuajo. No podía parar de pensar, ni de día ni de noche. Me despertaba con la cabeza como una radio prendida. Los pensamientos comenzaban acoplándose a los sueños nocturnos de manera difusa, y luego cada vez se hacían más reales hasta que acababa despertándome a eso de las cuatro de la madrugada todos los días con una idea o concepto que me atormentaba. Sentía que me iba a volver loca, que me tendrían que internar en un hospital psiquiátrico, porque la mente no paraba de pensar. “Te estás volviendo loca”, me afirmaba con autoridad una voz en mi cabeza; casi podía escucharla.
Fue un trabajo de terapia el descubrir cuál o cuáles eran los “cablecitos” y cómo desactivarlos antes que detonara. Tomar pensamiento por pensamiento, confrontarlo con la realidad y escuchar lo que Dios decía de ese pensamiento en su Palabra. Toda la racionalidad que siempre había tenido –y de la cual secretamente me había jactado– se volvió en mi contra y me encontré deseando literalmente cortarme la cabeza para no pensar más.
Cuando entré en esta depresión leve y tuve que escarbar dentro de mí, descubrí que estaba agotada emocionalmente de intentar sostener la imagen de persona paciente, comprensiva y con buenos sentimientos, y ahora aún más, porque era oficialmente “la pastora”. ¡Al cuerno con todo!
Revelo mi corazón de esta manera porque sé que muchos de los que hemos sido llamados al servicio pastoral peleamos con aspectos similares. Peleamos con lo que, en definitiva, en última instancia, tiene un nombre: la carne, el yo, el ego, la concupiscencia, el hombre natural, como quieras llamarlo. Y esta lucha nos puede dejar fuera de carrera de alguna manera. A mí me llevó a la depresión.
Después de charlar un rato largo con Elvira, la psicóloga que me ayudó en la primera parte de mi conflicto emocional, y de contarle vaya a saber qué cosa que ahora no recuerdo, ella me hizo una serie de preguntas que le permitieron llegar a una conclusión:
—Se nota que tenés unos estándares muy altos y un nivel de exigencia que te supera. Estás sobrepasada.
En efecto, los estándares que yo traía eran muy altos, y como plantadora de una nueva iglesia, me encontraba en la etapa de definir mi identidad de liderazgo. Estábamos decidiendo quiénes y cómo queríamos ser. Junto con mi esposo llevábamos más de veinte años sirviendo a Dios en diferentes áreas y funciones. Teníamos una variada experiencia a nivel nacional y también fuera del país, pero cuando comenzamos la nueva iglesia descubrimos que liderar una congregación era una tarea completamente diferente a cualquier otra cosa que hubiéramos hecho antes.
Viniendo de una trayectoria con bastantes logros, sentíamos que estábamos arriesgando mucho al comenzar a los cuarenta años una obra pastoral. ¿Y si fracasábamos? ¿Y si no éramos buenos pastoreando? ¿Y si no teníamos un liderazgo tan efectivo como el de nuestros padres espirituales? ¿Y si nos dábamos cuenta de que no habíamos sido creados para eso y teníamos que dar marcha atrás? ¿Y si no podíamos sostenernos económicamente? ¿Y si nos estábamos equivocando al plantear un estilo de liderazgo tan diferente del que proveníamos?
Después estaban los cuestionamientos sobre mí misma. Sobre mi estilo de liderazgo, mi trato con los miembros de la iglesia, si era demasiado informal y natural, si era muy cercano y poco autoritario. Tal vez esto suene como una estupidez pero, en esos primeros años de definir la identidad, estas cuestiones realmente me atormentaban. Las comparaciones me inquietaban. Usaba el sentido común y la racionalidad hasta donde podía, pero mi mente caminaba más rápido que yo misma.
Allá por esos días, si hubiera habido algún cablecito en mi cabeza que pudiera desconectar, como quien desenchufa una radio, yo quería saber cuál era para arrancarlo de cuajo. No podía parar de pensar, ni de día ni de noche. Me despertaba con la cabeza como una radio prendida. Los pensamientos comenzaban acoplándose a los sueños nocturnos de manera difusa, y luego cada vez se hacían más reales hasta que acababa despertándome a eso de las cuatro de la madrugada todos los días con una idea o concepto que me atormentaba. Sentía que me iba a volver loca, que me tendrían que internar en un hospital psiquiátrico, porque la mente no paraba de pensar. “Te estás volviendo loca”, me afirmaba con autoridad una voz en mi cabeza; casi podía escucharla.
Fue un trabajo de terapia el descubrir cuál o cuáles eran los “cablecitos” y cómo desactivarlos antes que detonara. Tomar pensamiento por pensamiento, confrontarlo con la realidad y escuchar lo que Dios decía de ese pensamiento en su Palabra. Toda la racionalidad que siempre había tenido –y de la cual secretamente me había jactado– se volvió en mi contra y me encontré deseando literalmente cortarme la cabeza para no pensar más.
Cuando entré en esta depresión leve y tuve que escarbar dentro de mí, descubrí que estaba agotada emocionalmente de intentar sostener la imagen de persona paciente, comprensiva y con buenos sentimientos, y ahora aún más, porque era oficialmente “la pastora”. ¡Al cuerno con todo!
Revelo mi corazón de esta manera porque sé que muchos de los que hemos sido llamados al servicio pastoral peleamos con aspectos similares. Peleamos con lo que, en definitiva, en última instancia, tiene un nombre: la carne, el yo, el ego, la concupiscencia, el hombre natural, como quieras llamarlo. Y esta lucha nos puede dejar fuera de carrera de alguna manera. A mí me llevó a la depresión.
- Marijo Hooft, En el Ojo de la Tormenta
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