"¿Cómo puedo estar enojado con Dios?"
Hace poco me tocó aconsejar a un chico joven, hijo de pastores, que había sido abusado sexualmente durante la niñez mientras sus padres estaban tan ocupados en la iglesia. Le pregunté si estaba enojado con Dios por haber permitido que, mientras sus padres estaban sirviéndolo, él fuera marcado para siempre.
“¿Cómo puedo estar enojado con Dios? —me preguntó con sorpresa—. Con Dios no podemos enojarnos. Él es Dios, después de todo”.
Pero escarbando un poco más, tuvo que reconocer que, aunque le habían enseñado que había que tener temor de Dios y que un hijo de Dios no se podía enojar con Él, en realidad ese sentimiento estaba bien escondido pero vivo.
¿Cómo NO podemos estar enojados con Dios si sentimos –aunque nos neguemos a decirlo con estas palabras– que la iglesia nos quitó a nuestros padres, o nuestros hijos, o nos robó la diversión o incluso la salud emocional, entre otros ejemplos? ¿Cómo NO podríamos decirle a Él lo que de veras nos pasa?
El punto está en que sabemos que Dios no es el culpable de las cosas que lo acusamos, no es el culpable de todos nuestros males, nos ama y nunca nos haría daño. Eso lo sabemos con el intelecto, conocemos su Palabra y las enseñanzas bíblicas, pero en nuestro corazón sentimos otra cosa. Y esta contradicción entre lo que sabemos y lo que sentimos se hace cada vez más tensa, produciendo un desdoblamiento en nuestras emociones que es trabajoso, agotador, y perjudicial. Lo que sentimos habla tan fuerte –aunque intentemos sofocarlo– que no nos deja escuchar lo que sabemos o creemos.
Por eso tenemos que abrir la válvula de escape y dejar salir el peso que nos provoca la forma que inconscientemente interpretamos los hechos que nos han sucedido.
La Biblia nos enseña a no contender con el Altísimo (Job 9:3, 40:2, Eclesiastés 6:10), y que hacerlo es una necedad, pues Dios es Dios y siempre sale ganando. Es verdad, siempre Él sabe mejor. Pero una cosa es no contender y otra es guardar o reprimir la contienda pretendiendo que no existe.
Este Dios amoroso que tenemos, este Padre comprensivo, puede permitir que nuestros argumentos salgan. No es un Dios censurador. Una vez que los exponemos –con respeto–, una vez que expresamos en oración lo que siente nuestra alma, podemos rendirnos delante de su altar, dejarnos caer y finalmente aceptar su soberanía y recibir restauración.
Es inhumano negar nuestros sentimientos o disfrazarlos de pretendida bondad. No podemos solamente sentir las partes lindas de la vida pastoral; indefectiblemente las partes dolorosas nos afectan.
“¿Cómo puedo estar enojado con Dios? —me preguntó con sorpresa—. Con Dios no podemos enojarnos. Él es Dios, después de todo”.
Pero escarbando un poco más, tuvo que reconocer que, aunque le habían enseñado que había que tener temor de Dios y que un hijo de Dios no se podía enojar con Él, en realidad ese sentimiento estaba bien escondido pero vivo.
¿Cómo NO podemos estar enojados con Dios si sentimos –aunque nos neguemos a decirlo con estas palabras– que la iglesia nos quitó a nuestros padres, o nuestros hijos, o nos robó la diversión o incluso la salud emocional, entre otros ejemplos? ¿Cómo NO podríamos decirle a Él lo que de veras nos pasa?
El punto está en que sabemos que Dios no es el culpable de las cosas que lo acusamos, no es el culpable de todos nuestros males, nos ama y nunca nos haría daño. Eso lo sabemos con el intelecto, conocemos su Palabra y las enseñanzas bíblicas, pero en nuestro corazón sentimos otra cosa. Y esta contradicción entre lo que sabemos y lo que sentimos se hace cada vez más tensa, produciendo un desdoblamiento en nuestras emociones que es trabajoso, agotador, y perjudicial. Lo que sentimos habla tan fuerte –aunque intentemos sofocarlo– que no nos deja escuchar lo que sabemos o creemos.
Por eso tenemos que abrir la válvula de escape y dejar salir el peso que nos provoca la forma que inconscientemente interpretamos los hechos que nos han sucedido.
La Biblia nos enseña a no contender con el Altísimo (Job 9:3, 40:2, Eclesiastés 6:10), y que hacerlo es una necedad, pues Dios es Dios y siempre sale ganando. Es verdad, siempre Él sabe mejor. Pero una cosa es no contender y otra es guardar o reprimir la contienda pretendiendo que no existe.
Este Dios amoroso que tenemos, este Padre comprensivo, puede permitir que nuestros argumentos salgan. No es un Dios censurador. Una vez que los exponemos –con respeto–, una vez que expresamos en oración lo que siente nuestra alma, podemos rendirnos delante de su altar, dejarnos caer y finalmente aceptar su soberanía y recibir restauración.
Es inhumano negar nuestros sentimientos o disfrazarlos de pretendida bondad. No podemos solamente sentir las partes lindas de la vida pastoral; indefectiblemente las partes dolorosas nos afectan.
- Marijo Hooft, En el Ojo de la Tormenta
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